Hoy he encontrado una vieja fotografía. Una vieja imagen, algo descolorida ya, en la que aparezco junto a "l´iaia Maria", mi abuela por parte de padre, el jardín de su casa en "el Cal Marsal", en Puig-Reig (comarca del Berguedà, en la provincia de Barcelona, para más señas). Y en la fotografía, junto a nosotros, aparece otro personaje, un pollo del cual recuerdo aún perfectamente el nombre, el "Quico".
"L´iaia Maria", "el Quico" y yo. |
Para ser sinceros, debería hacer este escrito en catalán, porque tal es el idioma que suelo hablar, y tal es el idioma que siempre hablé con mi abuela.
Mi abuela era una mujer muy sencilla, de pueblo, o más bien de campo, diría yo. Una de esas personas que cuando tenía un momento libre e íbamos a pasear por la montaña o tomábamos el sol en la terraza, se dedicaba a explicarme maravillosas historias y cuentos que, a su vez, le habían sido contados por sus padres y sus abuelos: "La flor del penical", "Els tres savis dels Piteus", "El soldat del sarronet", "El conte del Patufet", "Els tres péls del diable"... y muchos otros cuentos que ya he olvidado.
Como toda persona de campo, en la casa habían animales, y buena parte de lo que se comía en la casa provenía de lo que el huerto producía, lo que en el campo se encontraba, y de los animales que se criaban (conejos y gallinas, en este caso).
Así, cuando hacía falta llenar la olla de carne, en festividades señaladas, se mataba un pollo o un conejo criado en la casa, que nada tienen que ver con los animales criados a base de pienso en granjas industrializadas, y se celebraba una comida familiar por todo lo alto dentro de los modestos medios de los que siempre gozaron.
Así era y es aún en algunas casas la vida en el campo: uno criaba aquello que comía, y llegado el momento lo sacrificaba sin perder por ello jamás el respeto por los seres vivos. Es, sin más, un modo natural de hacer las cosas, y llegado el momento se hacía lo que se tenía que hacer.
Así, pues, aunque se respetaban a los animales de corral, uno no se encariñaba habitualmente con ellos, como sucedía con los perros o los gatos, pero tampoco se los ignoraba, como se hacía con las lechuzas y mochuelos que criaban en la buhardilla de la casa.
Aún así, a veces, había algún ave de corral que por sus particulares características, se ganaba esos sentimientos que no se ganaban habitualmente, y tal era el caso del "Quico". Ya fuera porque la seguía siempre a todas partes si no estaba encerrado en el corral, ya fuera porque daba muestras de un comportamiento inusual para un pollo, mi abuela se encariñó de él y nunca quiso sacrificarlo, hasta que, llegado el momento tuvo que hacerse a causa de un desafortunado incidente en el que el animal se rompió una de las patas. En este caso también fue a parar a la olla, pues la carne de un animal sacrificado no por estar enfermo, sino por haber sufrido un accidente era tan buena como la de un individuo perfectamente sano. Pero debo decir, que cuando se sacrificaba a un animal especialmente querido o valorado, se hablaba sobre ello como si de una ceremonia o un ritual se tratase, agradeciendo, de este modo, que nos alimentase con su carne.
El caso es que por aquellos tiempos, siendo yo aún niño, leí un curioso artículo en una revista que decía como hipnotizar gallinas y pollos. Un método sencillo, pero que puedo asegurar que funciona.
No sé yo que haría otra persona, pero teniendo yo la oportunidad de probar si eso era cierto, o no, en casa de mi abuela, en una de nuestras visitas familiares al lugar, comenté esto a mi tía y mi abuela, que se mostraron sorprendidas, porque nunca habían oído nada parecido.
La cosa era sencilla. El método para hipnotizar un pollo o una gallina consistía en sujetar al ave, tenderla en el suelo, acercar su cabeza al mismo y, cuando tenía la cabeza recta, apoyada en el suelo, dibujar una línea recta con una tiza desde el vértice de su pico, hacía delante. De repente, el ave queda inerte, como muerta, totalmente tendida, incapaz de moverse, y, como mucho, da señales de vida porque mueve los ojos o se le erizan las plumas del cuello, pero poco más. Y si no se hace nada al respecto, puede pasarse así perfectamente media hora.
Yo, en vez de dibujar una línea blanca con una tiza en un suelo liso, puse un largo cordel blanco sobre el césped, tendiendo entonces a un par de gallinas y, finalmente al "Quico" que era pollo. Y en todos los casos funcionó el truco, quedándose las aves como aletargadas hasta que retiraba el cordón de su campo de visión, o le dabas unos leves golpecitos en el cuerpo con la mano.
El porqué de que esto sucede, aún no lo sé, aunque lo he intentado averiguar varias veces. Y algo parecido hice alguna vez con alguno de mis periquitos, aunque en el caso de los periquitos, estos son muy capaces de liberarse del extraño trance en el que caen en pocos minutos, y lo hacen inmediatamente si se les retira la línea blanca de su vista.
Sea como sea, hoy he encontrado esa vieja fotografía y me ha traído todos esos recuerdos: “L´iaia Maria", el "Quico", la casa, sus animales y aquella época, cuando me dedicaba a hipnotizar pollos... y gallinas.
Entrañable recuerdo por cierto.
ResponderEliminarTener la posibilidad de alternar ciudad y campo nos da un plus en la vida que hay que aprovecharlo!