Texto: Joan Ramon Santasusana Gallardo.
Siempre había tenido miedo de los cuentos y fábulas que se contaban sobre las criaturas que habitaban en aquel bosque. Historias de antiguos titanes y gigantes, de sátiros y ninfas, de lamias y centauros, y de toda suerte de espíritus invisibles… Aún así, a pesar del terror que le provocaban aquellas tétricas leyendas, haciendo acopio de valor, Adara viajó durante cinco días y cinco noches a través de aquella región lúgubre y salvaje siguiendo senderos escabrosos y escondidos que sólo conocían las antiguas sacerdotisas, para así poder ahorrarse los diecisiete días de viaje extra que hubiera tenido que hacer de haber seguido el camino a que recorría las regiones más seguras atravesadas de campos y viñedos. Después de la muerte de su marido a manos de la terrible parca, necesitaba regresar con su familia.
Durante todo su viaje a través de aquella inhóspita selva se había sentido observada. Los susurros en el bosque, los leves pasos sobre las hojas, aquellas ramas que a pocos pasos de ella de repente parecían moverse misteriosamente, como si unos instantes antes alguien la hubiese acechado desde allí… todo ello la había mantenido constantemente alerta, con el miedo atenazando su corazón. Pero ahora, por fin, entreveía una luz al final del camino, una gota de esperanza: ya llegaba, por fin, al final de su camino. A lo lejos, la luz del sol parecía penetrar lo que sin duda marcaba los lindes finales de aquel bosque. Y un poco más allá, la figura de un ser humano: un hombre de ancha espalda que sostenía una lanza firmemente agarrada en su mano.
Al ver el porte regio de aquel desconocido se sintió más segura y se dirigió hacia él, dejando atrás sus miedos a medida de cada paso que avanzaba, intentando escapar de las sombras de aquella región olvidada por los dioses.
Fue justo al salir del límite del bosque, ya a pocos metros de aquel escultural hombre, cuando vio aquellas otras figuras humanas tendidas en el suelo, manchadas de sangre y dolor. Parecían ser los cuerpos de unos campesinos: un hombre, una mujer, tres niños…
Entonces, repentinamente, el guerrero se giró, dijo “¡Seis!”, y sonriendo, con un rápido movimiento hundió profundamente su arma en el vientre de Adara.
Mientras caía, el último pensamiento de Adara fue éste: “Seis no. Siete…”. Pues con su muerte moría también el hijo o hija que llevaba dentro de sí. Y mientras yacía allí, en el suelo, moribunda, y veía que el hombre se acercaba a ella para rematar su trabajo, una última lágrima escapó de uno de sus ojos.
Desde el linde de aquel bosque sombrío y primigenio escapó entonces una especie de suspiro triste que alcanzó los oídos del guerrero. Eran los espíritus que hasta aquel día habían protegido a Adara del ataque de los lobos, del frío de la noche, de la picadura de la víbora, la araña y el escorpión… Los espíritus que le habían proporcionado bayas y raíces de alimento durante su trayecto, y aguas cristalinas y rocío para su sustento y la futura vida que llevaba en su interior. Eran los espíritus invisibles del bosque, los centauros y las lamias, las ninfas y los sátiros, los gigantes y los antiguos titanes. Ellos también lloraban la muerte de Arada y su descendencia perdida.
Al oír aquel suspiro, el corazón de aquel salvaje guerrero se encogió y huyó atemorizado, dejando todos aquellos cuerpos tras de sí. Se contaban historias demasiado extrañas de aquella oscura espesura…
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