Ayer fuí a ver las estrellas.
Necesitaba un momento de contemplación. De estar conmigo mismo y perderme en mis pensamientos observando el firmamento.
Partí y fuí a buscar a un amigo que me llamó por la tarde para saber si haría alguna cosa. Cuando le conté que esa noche quería ir a la montaña para contemplar el cielo, no dudó en apuntarse. No sé si se extrañó de que decidiera rondar por los bosques cuando ya ha caído la noche. No me lo pregunté entonces; me lo pregunto ahora.
Había preparado las linternas, pues buena parte del camino se haría en la oscuridad. Quería dirigirme a la Torre de Sant Miquel, en la cima de una montaña cercana a Girona. Desde allí se puede observar una gran extensión de tierra y cielo.
Lo recogí y emprendimos el camino. Dejamos el coche en Montjuich, al borde de la última casa del camino, e iniciamos la marcha a pie, haciendo sonar la grava bajo nuestras pisadas. Eran las nueve y media de la noche, pero aún se podía ver claramente el camino de tierra clara, aunque el bosque ya estaba oscuro y sombrío. Fue una caminata algo durilla, pues casi todo el trayecto es en pendiente, y aunque soplaba un leve viento, era cálido y hacía calor. Aunque había anochecido ya, no encendimos las luces. Caminamos cerca de una hora hasta llegar a nuestro objetivo.
Al llegar a la torre en lo alto de la montaña, casi una hora después, contemplamos el cielo desde su cúspide. Era noche de luna nueva, por lo tanto se suponía que la oscuridad debía ser total, pero no fue el caso. Me sorprendió ver que el cielo estaba muy claro e iluminado. No lo había pensado, pero las luces de Girona, Sarrià, Amer y otras poblaciones cercanas al monte restaban su luz a las estrellas. Aún así, poco a poco, éstas fueron apareciendo. Soplaba un viento fuerte y racheado que aunque era caliente, me hacía sentir frío debido al sudor que empapaba mi espalda por la subida.
Mi amigo no tenía prisa y sabía que había venido a meditar. Yo me tumbé en el suelo de la cima de la torre y me puse a mirar el cielo. Mi amigo bajo a los pies del edificio y allí, sentado en las escaleras, no sé que haría. Quizás también se dedicó a pensar, quizás simplemente dejó pasar el tiempo lentamente. Estuve así cerca de una hora. Medité sobre las personas, la gente que conozco realmente y cuya piel alguna vez he tocado, y sobre las personas que he conocido por internet pero que nunca he sentido físicamente cerca de mí. Algunas personas ocuparon mi mente y mi corazón más que otras, pero intenté pasar a todo el mundo a través del filtro de mi pensamiento. Recordé a mis amigos del pasado y mis amigos del presente, y pensé en Baldrich, la casa desde cuyo lugar contemplar el cielo nocturno es un auténtico espectáculo. Un cielo que no está contaminado por la luz de ninguna población. Si acaso algún faro lejano de algún coche. Pensé un poco en la vida y el pasado, pero muy poco en el futuro. Y una persona concreta ocupó bastante mi mente, pues en parte si estaba allí era por esa razón.
Por el cielo se veía la ocasional luz de algún avión cruzando la atmósfera, pero no logré ver ninguna estrella fugaz a la cual pedirle un deseo. Quizás es mejor así, y dejar que las cosas sucedan solas, sin alimentarlas con ilusiones y esperanzas.
Pensé en el cielo de Argentina, que a esas horas aún estaría claro, y en su tierra, donde ahora están mi hermana, mi cuñado y los niños, para quedarse un largo tiempo. Dicen que el cielo del hemisferio sur es mucho más bonito y tiene otro color. Y allí no hay tantas ciudades que embrutezcan los cielos con su luz. Hubiera querido contemplar un cielo iluminado solo por las estrellas para poderme sumergirme completamente en él.
Durante estos días he hablado con una persona que me ha dicho que logra un sentido de comunión y trance contemplando el mar. A mí me sucede esto, a menudo, contemplando el cielo y los árboles. Sólo puedo meditar frente al mar en invierno, cuando no hay nadie en su orilla, o en la oscuras noches de verano, cuando nadie reposa en sus arenas (recuerdo ahora las playas de Vilanova, totalmente vacías en invierno, salvo por la ocasional figura de alguna otra persona que busca la paz y serenidad en la soledad, paseando al borde de las olas que dibujan sus finas lineas en la arena). Sea como sea, es observando la naturaleza donde puedo meditar tranquilamente, o en viejos edificios, ermitas o iglesias vacías. Fuere como fuere, hablar con esta persona me ha llenado de nuevo el espíritu y me ha aportado parte de la calma que creía que había perdido. No es exacto decir que me la ha aportado ella, pues yo ya la buscaba hacía un tiempo, pero me ha servido de guía.
Porque mis pensamientos siempre están ahí, pero hay cosas sobre las que últimamente no he hablado. Ahora busco la calma, la paz y la serenidad que en estos últimos tiempos me han faltado. Necesito sentir que estoy bien con el mundo. No con la gente, sino con el mundo. Con todo lo que me rodea. Ayer tuve esta sensación de nuevo.
Me hace pensar en el sentimiento de los antiguos frente la contemplación de la naturaleza. La serenidad que aporta la mera contemplación de la lluvia, la tormenta, sentir el calor del sol en una mañana de invierno, o la simple observación del mar y las estrellas. La contemplación de las palomas picoteando el pan o el paseo de un perro solitario. El vuelo de las aves. Por eso, a esa persona debo darle las gracias, no por mostrarme algo que siempre he sabido que está ahí, y que muchas veces ya he sentido y observado, sino por despertar de nuevo el ansía de que eso sea algo inmediato, sin dejar que pasen los días.
Pensé en viejos amigos, en los amigos presentes, en la familia que se ha ido y en la que permanece, en la gente que poco a poco he ido conociendo en este mundo virtual, y en otras muchas personas. Pensé en vosotros, que os he etiquetado en este escrito, por lo que habéis sido o podéis llegar a ser y en otras muchas personas o hechos que me me han ocurrido o me están ocurriendo.
Cerca de una hora contemplando las estrellas y todo esto pensé. Cerca de una hora y tuve tiempo, también, para no pensar, abstrayéndome contemplando las estrellas, vaciando, brevemente, mi mente de todo excepto de la mera contemplación.
Volvimos de nuevo por la montaña, esta vez de regreso bajo la luz de las linternas, haciendo el trayecto de bajada. Mis sentidos sentían el aire, el susurro de las hojas y el canto de los grillos. No oí el grito de la lechuza ni del autillo, ni nos sorprendió el vuelo de ningún pajaro por el camino. No hubo sorpresas en la noche. Regresamos a la ciudad.
Ayer fuí a ver las estrellas.
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