jueves, 24 de julio de 2014

INGRÁVIDO

Llevo días agobiado por el calor y el cansancio, me siento aplastado y, pese a que mis rodillas no ceden ni mi cuerpo se dobla, siento un enorme peso que me machaca sabiendo que sólo es cuestión de tiempo que sucumba al desgaste. Acosado por un trabajo que me gustaba y que repentinamente se ha convertido en una carga, nunca he estado hecho para despertarme de madrugada, ni he sido un hombre de acción excepto cuando me tocan las pelotas o, simplemente, creo que hay algo por lo que vale la pena luchar. Pero en estos tiempos que vivimos me pregunto que puede ser eso que tenga algún valor para mí, tan alejado me siento de la mente de los hombres comunes que creen que el dinero, el poder o la propiedad lo es todo. Soy un hijo de la noche, un vástago perdido que llora la libertad no alcanzada. Por desgracia lo llevo en la sangre –nocturno, rebelde, inadaptado inconformista-; en ese sentido, la sociedad en la que vivo no está hecha para mí.

Agobiado por el calor, caigo por la tarde prácticamente catatónico en el sofá de mi casa o en mi cama vacía, donde ya no existe el amor ni la compañía. Imperturbable me hundo en una oscuridad pesada que me traga como barro, y una vez exhausto en un olvido intranquilo, sin oír las llamadas telefónicas ni el timbre de la puerta, quedo sumido en sueño pesado y profundo, pero sin encontrar verdadero descanso. Un largo desmayo de dos horas del que despertaré sin sueño, pero aún sintiéndome cansado

Ayer, sin embargo, tras despertar de este profundo letargo, el peso del bochorno estival me continuaba aplastando. Quería tomarme una nueva ducha rápida de agua fría, de éstas que tan habitualmente me tomo en verano y me vivifican. Dos o tres al día, según la ocasión o el calor. Pero ayer decidí hacer un inesperado cambio.

Llevo años pagando anualmente la cuota de la piscina municipal, pero hace prácticamente dos años que la tengo abandonada. En todo lo que va de año, estando ya en julio, no he ido ni una sola vez, ni siquiera para disfrutar de la sauna, uno de mis lugares predilectos para relajarme. Así pues, antes de salir regué mis tomates, pimientos y guindillas; mi mata de romero, el jazmín, la menta y la albahaca; pues ellas también necesitan refrescarse, y tras la aplastante canícula de la tarde, excepto la mata del romero imperturbable, las hojas del resto de las plantas se presentan mustias por el calor. Yo, como mis plantas, con el agua me vivifico.

Cojo, pues, el coche y me dirijo a la piscina municipal. Es una buena hora, son las ocho y media pasadas y llego allí a las nueve menos cuarto. Para cuando me he cambiado y decido arrojarme al agua ya son las nueve, una hora en la que la mayoría de gente ya ha regresado a casa y la piscina ya no presenta aglomeraciones ni se oye excesivo ruido, sólo la música de fondo.

Respiro hondo, me lanzo al agua y me sumerjo.

Una plácida sensación me envuelve, el agua fría me rodea, el calor que siento que desprende mi cuerpo, que a veces siento como si de una aura en de llamas abrasadoras se tratase, retrocede ante el agua, apagado al menos en el exterior de mi cuerpo. Puede que en el interior aún ruja el volcán, pero en el interior nunca me ha molestado. Sólo es en la piel que me molesta.

Buceo a lo largo de la piscina, bajo el agua, los sonidos apagados. De repente siento paz y me siento ingrávido.

¿Qué sensación es ésta que por unos breves momentos me permite sentir el desahogo, la paz y el reposo?

Por breves instantes mis pensamientos se apagan. O puede que únicamente se muestren tenuemente. Rostros e ideas en el agua.

Sólo la paz, la breve paz me rodea, ajenos mis sentidos a todo, excepto a la luz que se filtra bajo las aguas.

Atrás queda la pena y la alegría, atrás queda la esperanza y la desilusión. Muertos el amor y la ira, la risa y la lágrima.

Siento la misma paz que sentí aquel día en que, jugando en un mar embravecido, ignorando la bandera roja que nos indicaba el peligro, fui pillado por sorpresa por la enorme ola de una tempestad. Atrapado, agotado ya todo el oxígeno de mis pulmones, me ahogaba. Me ardían los pulmones desesperados por encontrar un poco de aire respirable en aquel sin sentido de espuma y corrientes que me desorientaban, perdida totalmente la orientación del arriba y del abajo, confundido en un torbellino de aguas que giraban y giraban sin parar arrastrándome en medio de gran cantidad de burbujas que parecían ir en direcciones totalmente opuestas. ¡Oh, sí, yo he estado a punto de morir ahogado en dos ocasiones y no es tan horrible como lo pintan! Al final uno siente que la misma desesperación se desvanece, que el dolor de los pulmones ardiendo se apaga, y siente la paz serena de las aguas mientras el alma flota ya, por siempre, ingrávida. En mi caso no hubo túnel, ni luz, ni llamas. Ni premio ni condena, sólo la paz que se siente cuando todo se acaba. Recuerdo que, mientras sentía que me desvanecía ya, pensé “¡Por fin, podré descansar!”. Y fue entonces, al aceptar lo inevitable y dejar que mi cuerpo se relajara, que me dejé arrastrar por el mar embravecido, y mi cuerpo se hundió, permitiendo entonces que mi pie encontrará el suelo arenoso. Fue en ese momento cuando, recuperado mi sentido de la orientación, me arrojé hacia arriba en un último acto desesperado de supervivencia, en busca de aire ansiado, sólo para descubrir que el mar prácticamente me había arrastrado a la costa, abandonando la esperanza a tan solo unos metros de la orilla.

No es así en las aguas de la piscina, donde todo es más controlado. Y así, ayer, tras inspirar el aire varias veces, me hundí en la fresca agua y, poco a poco, fui sacando el aire de mis pulmones, permitiendo que mi cuerpo, a medida que se vaciaba del aire respirado, se hundiera en ese espejismo e ilusión de sosiego, calma y reposo. Tan sólo con la sensación de ser un espíritu, un ángel que bate las alas.

Paz serena, sin penas ni ilusiones, sin problemas ni preocupaciones, toda la humanidad abandonada; escuchando únicamente el rumor del agua al golpear la paredes y el latir de mi corazón. Hundiéndome en posición fetal, protegido del mundo por las aguas, sin nada que daño me haga. Bajo el agua las lágrimas no se ven y una vez lloradas, desaparecen. No peso, mi mundo en calma.

Ingrávido.


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