jueves, 2 de junio de 2011

UN RAYO EN LA TORMENTA


Dedicado a todos los que estuvimos allí: Ana Aldea, Paco Cavero, Berenguer Costa, Edgar Falgueras, Nacho García, Joan Giral, Rosa González, Laura Lázaro, Vanessa León, Jordi Martínez, Ruben Merino, Susanna Riera, David Ruiz y yo.


A veces nos suceden hechos inesperados que nos hacen ver el mundo de un modo distinto a como solemos percibirlo en circunstancias normales. Nuestros sentidos suelen estar adormecidos. La monotonía diaria nos subyuga, y cosas tan simples como el vuelo de un pájaro, el olor de un árbol en flor o la caricia de los rayos del sol nos pasan desapercibidas. Los pensamientos sobre la vida y la muerte quedan, entonces, en otra órbita frente a nuestros problemas y penas diarios.

Sin embargo, como digo, a veces algún hecho viene a despertar nuestros sentidos adormecidos, y los pensamientos pasan a derivar hacia hechos más profundos... Algo así nos ocurrió a un pequeño grupo de catorce personas el 14 de mayo del 2011, cuando vivimos un hecho extraordinario durante una tormenta.

Actualmente, la mayoría de los hombres vivimos atrapados en nuestras ciudades, donde nos sentimos relativamente seguros y protegidos. En las ciudades, los cambios pocas veces llegan a ser lo suficientemente relevantes como para llevarnos a aquellos primitivos tiempos en los que los hombres aún se veían obligados a refugiarse en cuevas o bajo el techo de endebles construcciones cuando arreciaba la tempestad, el viento o el frío helado. No existían siquiera cuatro paredes o muros que los protegieran de las bestias depredadoras o los ejércitos enemigos. ¡Oh, sí, puede que eso aún ocurra en algunos lugares del mundo, pero no aquí! Aquí nos sentimos relativamente seguros en nuestras casas y ciudades. Modernas fortificaciones sin murallas en las que creemos que los cuerpos policiales o los funcionarios de la ley y el orden nos protegen.

Pero lo cierto es que no hay nada seguro, y el simple gesto de apretar un interruptor no siempre significa que logremos encender una luz.

Nuestros instintos más primitivos parecen atrofiarse en esto que llamamos civilización. Y sin embargo, a veces basta algo tan sencillo como un apagón que dure unos pocos minutos, en la noche, o en medio de una gran tormenta, para que nuestros instintos más primitivos se activen. Entonces nuestros sentidos están más alerta, los sonidos cobran otro significado y una vocecilla interior nos advierte que las cosas se nos escapan de las manos. Que el control que tenemos sobre nuestras vidas es, hasta cierto punto, sólo algo aparente e ilusorio. Y entonces entendemos que si ese apagón, simplemente, no se llegase a arreglar, nuestras vidas cambiarían, de pronto, de un modo que ni llegamos a entender.

Y lo mismo sucede en la naturaleza, especialmente en los lugares más apartados. Con nuestras carreteras, nuestros coches y nuestros móviles, cada vez nos sentimos más seguros… Pero aún así, cuando la seguridad que nos dan estos elementos desaparece, por ejemplo, por un simple reventón inesperado de una rueda, la certeza de controlar nuestras vidas se desvanece junto a ellos. Pero eso mismo, a la vez, nos hace sentir más vivos. Nuestros sentidos se despiertan...

Como decía, algo así nos ocurrió el 14 de mayo del 2011.

Como a menudo ocurre, un pequeño grupo de personas nos dejamos embaucar para participar en uno de los nuevos delirios creativos de Paco Cavero, Jordi Martínez y David Ruiz, y no necesariamente por ese orden. Ese día, pretendían grabar juntos un cortometraje, enfocándolo todo como si de un documental se tratase, dentro de lo que era un concurso de cine western que se celebraba en Olot (en la provincia de Girona, España).

El día prometía. Amaneció soleado y brillante, en contra de lo que los meteorólogos habían pronosticado. En pequeños grupos, todos nos dirigimos, hacia las dos o tres del mediodía, a las cercanías del extinto volcán del Cruscat, a pocos kilómetros de Olot, donde también habían otros pequeños grupos filmando su particular western, y allí descargamos todo el material que necesitábamos paras filmar el cortometraje: cámaras, atrezzo variado, sombreros, chalecos, botas, réplicas de armas y todo aquello que pudiese sernos útil para un western.

Pero justo después de descargar el equipo y filmar las primeras escenas de un duelo, la lluvia llegó rápidamente. No diré que llegase de forma inesperada -los pronósticos del tiempo ya nos habían advertido sobre posibles tormentas y chubascos-, pero frente al sol que nos alumbraba un instante antes, llego rápidamente. Poco a poco al principio, torrencialmente pocos minutos después.

Un miembro del equipo (Ruben) contemplando el lugar donde cayó el rayo.

Rápidamente recogimos todo el material posible, y nos dirigimos a toda prisa a la única casa que hay por la zona: el centro de información turística. Allí, bajo un porche solitario, nos guarecimos del agua, y recogidos, filmamos algunas escenas mientras veíamos como la tormenta, lejos de amainar, empeoraba por momentos. El agua, arrastrada por el viento, penetraba en el interior de aquel porche, ahora por un lado, ahora por el otro, y nos vimos obligados a apilar todo nuestro equipo en las zonas que permanecían a resguardo del agua.

Algunos charlábamos amigablemente, otros se centraban en temas del cortometraje, y otros observaban la lluvia al pie del porche.

 No puedo hablar por los demás, sólo puedo hablar por mí: de repente oí dos enormes chasquidos y un brillo cegador apareció ante mis ojos, seguido por dos explosiones.

No comprendí que pasaba de forma inmediata. Lo primero que se me vino a la cabeza fue que alguien había lanzado un par de cohetes de artificio voladores a nuestros pies, a pocos metros de nosotros, y estos habían explotado; que alguien más estaba filmando un cortometraje por la zona, y nos lanzaron un par de cohetes que llevaban encima como parte de una broma pesada. Pero en cuanto el resplandor se apagó, observé que en el suelo no había señales de nada que apoyase esa hipótesis.

Por un momento, exceptuando el rumor de la lluvia, un silencio helado nos rodeo a todos. A los pocos instantes, nos observábamos unos a otros atónitamente, y entonces comprendimos...un rayo había caído prácticamente a nuestros pies, a apenas unos metros de distancia.

Hay veces en que uno ve de cerca la muerte; ése fue uno de esos momentos.

Por unos breves instantes nos miramos unos a otros, y luego, sorprendidos, todos hablamos. Unos oímos dos chasquidos seguidos de dos explosiones, otros sólo un único chasquido seguido de una explosión. Unos vimos caer el rayo a cierta distancia, y otros, a apenas dos metros del porche. Era díficil determinar donde fue a parar exactamente, debido a la rapidez en que había pasado todo.

Todos hablamos de lo que sucedió y, entonces, de nuevo, quedamos en silencio. Nadie habló, pero sé que por unos instantes todos pensamos profundamente sobre la muerte; sobre lo cerca que había estado de nosotros. Sobre lo que podía haber sucedido, sino a todos, a alguno de nosotros.

Contemplábamos la lluvia, y poco a poco volvimos a nuestros menesteres: unos filmando, otros actuando, jugando o comiendo. Y así pasó el resto del día hasta que por fin cesó la lluvia y cada uno pudo irse por su lado.

Pero ese día, habíamos tenido el privilegio de observar toda la fuerza de la naturaleza desatada a pocos pies de nosotros, y habíamos salido ilesos, por pocos metros de distancia, de la fuerza de un rayo en la tormenta. Podíamos considerándonos afortunados por seguir vivos y haber vivido algo único que quizás ya no se repita jamás.

La calma después de la tormenta.

Por cierto, el resultado de lo que filmamos ese día, "El juanete pálido", un cortometraje en catalán y castellano, puede verse en el siguiente link: http://vimeo.com/23876024

No hay comentarios:

Publicar un comentario