miércoles, 22 de junio de 2016

YAYA (ABUELA)

 A mi yaya, Ángela...


Eres muy mayor, casi un siglo; toda una vida vivida.

Cuando eres tan mayor, ves el tiempo de otro modo. La vida pasa junto a tu lado, y a menudo te ves obligada a verla como una mera espectadora, acurrucada en tu sillón. Y desde allí, puede parecerte también que la vida se te escapa, que tú tiempo pasó ya. Puede que pienses que ya has vivido tu tiempo, y que creas que ahora otros han tomado tu lugar.

Sí, puede que otros tomen tu lugar. Puede. Pero nadie más podrá vivir lo que tú has vivido, lo que has sentido, lo que has amado, lo que has sufrido, la felicidad que sentiste al tomar a tus hijos, por primera vez, entre tus brazos. Eres y has sido única. En un universo infinito, donde somos tan poca cosa, has sido única a tu modo. De hecho, todos los somos. Irrepetibles. No deja de ser algo maravilloso.

La vida...

Tu infancia, tus padres, tus hermanos, Puente Genil...

Viviste los horrores de una guerra de la que muchos de nosotros ya nos hemos olvidado, que sólo conocemos por el recuerdo que guardamos por los libros que leímos, las películas que vimos, o las palabras que escuchamos. Pero tú viviste aquellos horrores, como muchos otros, en primera persona, y nos recordaste a menudo que en esa guerra nunca hubo vencedores.

Viviste y conociste también el amor, uno amor de ésos de antes, para toda la vida. Aquel que fue tu primer novio, que te cortejó, fue aquel que sería ya el marido que te acompañaría durante el resto del camino que emprendisteis juntos. Fuiste la eterna compañera y vigía de sus éxitos, sus logros y, naturalmente, también de sus pequeños fracasos. Viviste la experiencia de ser madre de dos hijos muy hermosos, y sin duda, de todos los logros que tuvisteis, éste fue el mejor de todos.

Las circunstancias te desplazaron de tu tierra andaluza, y te trajeron a la tierra que ahora es tu hogar, Cataluña, sin que por ello hayas olvidado jamás tus raíces. Es duro dejar a los tuyos detrás...

Tus hijos crecieron, y como tú, ellos vivieron también su propia vida. Se independizaron. Pero algo debisteis hacer bien, porque los lazos del cariño permanecieron, nunca se cortaron, y la familia constantemente se volvía reunir en cada mínima ocasión. Jamás se apartaron de vosotros, independientemente de donde viviera cada uno.

El tiempo pasa, y viviste innumerables momentos, millones de maravillas, infinitos recuerdos. La historia del mundo, de todo un siglo, pasó por tu lado, tú la viviste. Tantos momentos, tantas cosas fueron, que hoy, cuando eres mayor, muchos de ellos se te olvidan o quizás se escapan de tu cabeza porque ya no queda espacio para ellos, para tanta memoria, ya no queda espacio para que quepa nada más.

Luego vinieron tus nietos –Susana, Joan Ramon, Eva, María del Mar y Arantxa-. ¡Cuantos dolores de cabeza te debimos dar! ¡Cuánto te debimos hacer reír! La familia aumentó, y por entonces viste ya que tus hijos habían iniciado el ciclo que vosotros, Juan y tú, iniciasteis en su momento. Empezaba así una nueva etapa de la vida...

El tiempo pasa rápido, y más cuando te haces mayor. Pero en momentos así, también descubres que la familia lo es todo. No importan los países, los políticos, la sociedad misma. La fuerza primordial de todo está en la familia, y para ti la familia siempre fue lo primero, eso lo sé de sobras. Siempre nos viste a todos con buenos ojos. Y aquí me siento obligado a sonreír. Para ti, los tuyos siempre han sido lo mejor...

Viviste años de felicidad, y con la jubilación empezasteis una nueva vida...

La vida y sus giros. Te haces mayor, y surgen achaques, enfermedades, pero aún así, durante mucho tiempo puedes disfrutar de lo que la vida te ofrece. Un día el abuelo, Juan, tu marido, tu eterno compañero, murió.

Fue una gran perdida. Como pareja, como padre, como abuelo, y el bisabuelo que llegó a ser. Su muerte no iba a ser algo fácil de superar. Ley de vida, sí. Pero a los seres queridos se los echa de menos, y el tiempo no frena su recuerdo, sólo mitiga el dolor.

Tras la perdida de tu marido, demostraste ser más fuerte de lo que creo que ninguno de nosotros llegó a imaginar. Lo lloraste durante mucho tiempo, pero rehiciste tu vida, y se produjo un cambio en ti. Creo que a partir de ese punto te volviste más fuerte en muchos más sentidos de los que te pudieras imaginar. Nos hablabas a menudo del abuelo, a veces llorabas, pero nació también una “yaya” nueva, una mujer que demostró la fuerza de aquel dicho que dice que la vida continúa.

Llegaste a los noventa años, acompañada ya por una multitud de ruidosos bisnietos, y tu salud continuaba siendo una salud de hierro, dejando a todos los que te conocían admirados y perplejos. De hecho, entre nosotros, la familia, siempre bromeamos con eso, diciendo que nos acabarías sobreviviendo a todos. Pero nada dura eternamente...

La yaya, la abuela, Ángela... Hoy, eres mayor, mucho mayor que la mayoría de gente que te rodea en este mundo, pero aunque la edad y la vejez finalmente te han vencido, y te han dejado postrada la mayor parte del tiempo en un sillón, aún permaneces. Ya ni siquiera luchas por vivir, pero eres demasiado fuerte para que la muerte te venza. Lo hará en algún momento, sí, pero en cierto modo ésta es una batalla que ya has ganado, porque has vivido. Y eso es algo que nadie te podrá arrebatar.

Yo no soy creyente, ya lo sabes. No va conmigo, no es mi estilo. Pero siempre me ha gustado imaginar, supongo que ese es mi don. Y en mi imaginación, a lo lejos, en el cielo, uno de los muchos cielos que existen o pueden existir, creo ver al abuelo, tu esposo, tu compañero, que te espera. Tan joven como era entonces, cuando os conocisteis, tan hermoso como lo viste cuando supiste que te habías enamorado, que lo amabas de verdad. ¿Lo ves? Allí está, te espera. Yo no soy creyente, pero ¿quién soy yo para decir que eso no sea posible?


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