sábado, 2 de julio de 2016

EL PRINCIPIO DE LA INTOLERANCIA

Nunca es tarde para cambiar las cosas... hasta que es demasiado tarde.


No nos engañemos, durante estos últimos meses la intolerancia ha ido creciendo de un modo preocupante en el mundo en general, y en Europa en particular, y cada cual pretende justificarla a su modo. Inmigrantes, refugiados... y últimamente, en motivo de las últimas elecciones españolas o el brexit de Reino Unido, la gente mayor. Parece que el nuevo modo de pensar es éste: si algo nos molesta, debemos apartarlo, si algo no nos gusta lo debemos eliminar. Pero la cosa no se detiene aquí, si uno mira un poco más allá verá que la brecha de la intolerancia se ha abierto entre algunos españoles y catalanes, entre las propias diferencias de género o las diferentes tendencias sexuales, o, lo más terrible, en la educación y lo que se debe o no enseñar en las escuelas. La intolerancia crece, y cada vez oigo más palabras que destilan odio, miedo, inseguridad, y, sinceramente, no creo que nada de esto lleve a algo bueno.

Me gustaría decir que todo esto se resume a simple ignorancia, pero conozco a demasiada gente presuntamente inteligente que se han añadido a las filas de los intolerantes, pretendiendo racionalizar ese modo de pensar. Los escucho y veo como cada uno de ellos pretende justificar cualquier barbaridad que pueda ocurrir a aquellos que no piensan como ellos, que no son como los suyos o, simplemente, que puedan ver como una simple amenaza, siendo incapaces de ver que ellos mismos son víctimas de una vida que no eligieron para sí mismos.

Demasiados son los que viven en el temor de que otros puedan hacerles sombra, quitarles el trabajo (muchas trabajos, sin embargo, que ellos mismos no aceptarían realizar), y, básicamente no se adecuen a su modo de ver el mundo, cuando ellos mismos son incapaces de ver el mundo desde los ojos de los otros o simplemente mejorar. Personas, dicho de otro modo, que carecen de empatía; retrógrados, en muchos casos, que se las dan de progresistas, pero sólo saben criticar, criticar y criticar, sin ser capaces de dar una sola solución constructiva.

Llegados a un punto se aparta a los otros por cualquier motivo: eres blanco, eres negro, estás gordo, estás flaco, tienes una enfermedad, no eres de los míos, eres rarito, no eres normal... La intolerancia aparece en cualquier lado. Y la intolerancia, amigos, es el alimento del odio. ¿De verdad queréis verlo crecer?

Todo esto viene a razón de varios temas que llevan un tiempo preocupándome, aunque hasta ahora he callado: la crisis de los inmigrantes y refugiados, el miedo creciente a los “terroristas”, el nuevo auge del machismo, la persecución por un sector de la sociedad contra cualquiera que se atreva a hablar de independentismo como si las personas no tuvieran derecho a elegir, o, últimamente, ¡horror!, las críticas contra una buena parte de la población de la tercera edad por considerarlos un lastre debido a los últimos resultados electorales. Me preocupa, de verdad. “¡Si eres diferente, no tienes los mismos derechos!”. La verdad, me horroriza esa idea, pero la veo reflejada de un modo u otro en el mundo cada día.

Todo esto viene a cuento de algunos comentarios que durante estos últimos días he ido leyendo por la red -y espero que si alguien lee esto aquí no se ofenda ni se dé por aludido, porque no es esa mi intención-, en los que se decía que se debería restringir el voto a la tercera edad, quizá desde los 70, 75, u 80, años, por considerar que no les parece justo que el voto de un grupo cada vez más grande, cito textualmente, “al que le quedan quizá 10 años de vida”, pueda condicionar de manera tan drástica el futuro de los que vienen detrás. Por otra parte, esas mismas personas consideran que esto tal vez podría ampliarse a toda la población, analizando cómo votan, por creen que el voto es un acto de responsabilidad tal que no debería poderse votar teniendo demencia senil, o por ir sedado con según que medicación, o simplemente por ir a votar sin estar bien informado y sin seguir criterio, sólo por costumbre o porque así vota cualquier familiar o amigo cercano.

Más o menos ésta es la respuesta que dí en algunos de los casos que leí:

Creo que pensar así es un error. En el momento que uno decide quién vota y quién no, quién tiene derecho a una cosa u a otra, empieza la discriminación. Y la discriminación tiene una gran virtud, tarde o temprano se puede volver en tu contra o en la de los tuyos. Dar un paso así sería terrible, porque quizás primero no dejaríamos votar a los viejos, luego a los inmigrantes, luego a los homosexuales, luego a quién no tuviese un CI mínimo, y luego ¿a quién? Llegaría un punto en el que ni siquiera nos molestaríamos a debatir con nadie en el porqué de un cambio u otro porque simplemente nos consideraríamos “mejores”, “elegidos”, “superiores” para decidirlo nosotros por ellos... y quizás, llegados a este punto, consideraríamos que aquellos que no votan no sólo no tienen derecho a decidir nada, sino que han de obedecer los dictados de los que sí votan, y todo eso ya sabemos a donde puede llevar. ¿Seguro qué os gustaría un mundo así?

No olvidéis que de aquí un tiempo nosotros formaremos parte de esa población envejecida. ¿Estaríais de acuerdo entonces, en no tener derecho a votar? ¿Estaríais de acuerdo que para cuando llegaseis a esa edad, otros tomaran las decisiones por vosotros, teniendo vosotros la capacidad de hacerlo? Mucha gente mayor que actualmente vota es la misma gente que en su momento luchó por defender los derechos de los que gozamos hoy en día. Quizás algunos no lucharon, y otros se mantuvieron “neutrales” o no actuaron por prudencia o simple cobardía, pero muchos lucharon por ello y ¿ahora les quitaríais el privilegio del voto sólo porque las cosas no funcionan según vosotros lo deseáis? Aún teniendo conocimiento de política, cada uno elegirá su bando según sus creencias, su educación o su conveniencia, y para elegir bando no hace falta tener conocimientos políticos tanto como sentido común, que como sabemos es el menos común de los sentidos. Si nos ponemos a hablar de que sólo voten aquellos que tienen conocimientos políticos, quizás pronto negásemos el voto a aquellos que son analfabetos (y un analfabeto no es necesariamente un ignorante), o a cualquiera que sufriera un trastorno mental, por mínimo que este fuera, o quizás a aquellos que no están licenciados, o puede que al final se lo negásemos a cualquiera que no pensase como nosotros, porque eso significaría que no tienen criterio y están equivocados. Quizás acabasen votando únicamente aquellos que tuvieran oscuros intereses detrás que velasen por controlarlo todo.

Si se empieza a quitar derechos a la gente, pronto crearíamos precedentes peligrosos para, poco a poco, ir quitando derechos a los demás, hasta que un día nos convirtiésemos en los mismos monstruos que intentamos negar, o acabásemos como víctimas de nuestra propia receta, cuando cualquier otro decidiera que nosotros tampoco podríamos votar por cualquier razón similar, como que en nuestro historial figurase haber sufrido alguna depresión, o quizás haber votado en alguna ocasión algún otro partido contrario al nuestro, o quizás por haber compartido en algún momento amistad o lazos familiares con algún “anarquista”, “extremista” o “terrorista” (palabras utilizadas aquí de modo muy ambiguo), etc. Y cuando se nos quitase el derecho al voto, ¿qué otros derechos le seguirían y nos quitarían? No se trata tanto de quitar, como de dar; dar información, educación, oportunidades... Cosa que por cierto soy muy consciente que hoy en día no se da tanto como todos desearíamos, pero quitando derechos a unos u otros no se ayudaría en nada a mejorar.

Hace falta más empatía en el mundo, y respeto. Hace falta educación, auténtica educación, sin confundir la educación únicamente con aquello que nos enseñan en la escuela o los medios, sino con el auténtico conocimiento. Hay que ser capaz de entender la prójimo, entender que ninguna persona o cultura es igual a como nos la han retratado o nos han hecho creer que es, sin tener conocimiento real de esa persona o cultura de la que hablamos. Las etiquetas se ponen a veces para comprender, pero nunca deberían definir a nadie, porque todo es mucho más complejo que una simple palabra... Falta, como ya he dicho al principio, tolerancia. Tolerancia hacia los otros, y hacia los errores que comete uno mismo; ya va siendo hora de aprender.

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