Sangrando y herido por sentimientos aún no olvidados, arrojando mi
espada en la mullida hierba a mi espalda, me agaché en el barro junto al
río, hundiendo mis manos en las aguas frías, con mis rodillas empapándose en el
suelo húmedo.
Remojé mi rostro y alzándolo, por unos
minutos sentí el fresco viento y el vital calor de aquellos rayos de sol
primaverales que me recordaban el retorno del buen tiempo, y con él -¡iluso de mí!-, la llegada de una paz imaginada.
Y
así pasó el tiempo y sentí unos breves instantes de paz, más agachando la cabeza de
nuevo, contemplé sorprendido el rostro de mi peor enemigo que me observaba y me devolvía la mirada
en aquel reflejo formado por las aguas, ahora ya quietas y lisas, transparentes, donde unos instantes antes había remojado mis manos.
Busqué en el reflejo en las aguas y vi allí su rostro ceñudo, sus ojos endurecidos por el transcurrir de los años y los
reveses de la vida y en su sonrisa se intuía el cínismo que sigue siempre al idealista
desengañado.
No me atreví a levantarme ni apartar la
mirada de aquel espejo acuoso al borde de aquella orilla solitaria. No tenía miedo, pero
sabía que tampoco podría vencer. eran ya muchas las luchas perdidas. Mi espada descansaba tras de mí, arrojada, como ya he dicho, en la
verde hierba acolchada que estaba a mi espalda.
Era su rostro quién con su pensamiento y voluntad atraía a los fantasmas del pasado. Era él quién me atormentaba con la visión de un futuro sin esperanza. El que me
subyugaba con la desidia del abandono y la apatía. El que me impedía
avanzar y paralizaba mis sueños. El que se reía y me retaba a levantarme de nuevo cada vez que
me rendía.
En ese reflejo, en la superficie del agua, yo observaba de nuevo al espíritu que me atormentaba... y supe una vez más que yo era mi peor enemigo.
Yo era mi peor enemigo, porque nuestro peor enemigo siempre somos nosotros mismos...
... y era mi reflejo el que me devolvía la mirada.
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