Muy de vez en cuando, si escapamos del perfeccionismo vigente en los supermercados, aparece alguna fruta, verdura u hortaliza de forma curiosa, que por sus extrañas o sugerentes formas nos recuerdan alguna cosa en especial o nos traen algún recuerdo. No es una fruto perfecto, redondo ni necesariamente de hermosos colores, pero lo que no tiene de bonito, por lo general lo gana, y en mucho, con su sabor.
Cuando hace relativamente poco recogí de mi pequeño huerto urbano, entre muchas otras, este par de zanahorias que parecían estar abrazadas entrelazadas, como dos amantes besándose, no pude menos que admirarme y recordar todos aquellos cuentos y leyendas que a menudo surgen de algunos que en sus proximidades tienen un par de árboles entrelazados. En esas historias, dos amantes condenados a no poderse amar en vida, finalmente lo hacen cuando mueren o son perseguidos, y se ven convertidos en un par de árboles por algún tipo de gracia divina, de modo que pueden permanecer unidos ya por siempre: un amor para toda la eternidad.
Bien, el caso es que divagando sobre el amor y hortalizas, me llevó a pensar en un amor agrícola, que es una de las cosas que me une a la naturaleza y, de resultas, a mi pareja.
Llamaré amor agrícola a ese sentimiento que uno mismo siente cuando come de lo que ha cultivado, amor por los cuidados que dispensa a sus plantas e, incluso, amor por los habitantes de su huerto o jardín. Amor por la vida y lo esencial, que no es otra cosa que el respirar, comer y amar.
Viendo este par de zanahorias entrelazadas, no pude hacer otra cosa que mirarlas con cierto cariño, limpiarlas con cierto mimo, y fotografiarlas. Y aunque es cierto que nos las comimos, quisimos guardar su recuerdo, el recuerdo de un amor agrícola, y compartirlo, ahora aquí, con vosotros.
Éste es nuestro amor agrícola.
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