Tú eres mi espina y mi tortura.
Te quise por lo que eras. La chica de las cortezas de los árboles. La princesa de blanca piel. La que me miraba con sus profundos ojos verdes y me preguntaba como te podía querer, como te podía aguantar, con tus siempre repentinos y constantes cambios de humor, tus gritos o insultos. La que me despertaba casi cada noche cuando gritabas, desesperada, a causa de tus pesadillas. La que me abrazaba cuando menos me lo esperaba. La que yo acariciaba en el sofá del comedor, cuando estaba leyendo y tú, con tu cabeza apoyada en mi regazo, estabas mirando algún programa en la televisión. Mi cielo y mi locura.
Compartimos tantos momentos juntos. Nuestros paseos por el campo. Nuestras visitas a Barcelona o a pequeños pueblos recónditos, y aquellos largos paseos a orillas de la playa. Nuestras cenas o comidas románticas acompañadas de un buen vino. Llenastes la casa con tus cantos y tus risas. Impregnaste mi cama con tu aroma. Dejaste las paredes de este hogar grabadas con tus gritos de placer.
Pienso en eso y no te olvido... y entonces recuerdo nuestros juegos privados en el hogar.
Me dominabas y yo era tu esclavo. Yo era tu dueño y tú me obedecías, sumisa. Cada uno interpretó su papel en esta exploración incesante que hicimos del placer.
¿Cuantos juegos de éstos cometimos en nuestra cama, en la cocina o el comedor? Contigo descubrí nuevas sensaciones que ahora no se borran de mi memoria. Te amé hasta la cúspide del deseo, el amor y la adoración. Me tenías a tu merced.
Te amé entre velas, incienso y consoladores de cristal.
Yo vestido y tú desnuda.
Recuerdo cuando te dejaba esposada, vestida únicamente con tu piel, en la cama, los ojos vendados por una cinta de seda negra y tu collar de frío acero que te señalaba como mía. Una sesión en la que yo exploraba el sentido de tu tacto a través de toda tu piel, recorriendo tu cuerpo con mis dedos, mis manos, mi lengua y mis dientes, probando cada centímetro de esa dermis nívea y suave, ya fuera de tu rostro, tus hombros, tus brazos, tus manos, tu pechos, tu vientre, tu espalda, tu culo, tus piernas o tus pies. Me entretenía en tu cuello, en tus párpados, en tus orejas y en aquella cicatriz en tu pelvis de la que tanto te avergonzabas, pero que yo adoraba, debido a un accidente de tráfico en tu infancia. Bebiendo del licor de tu saliva y de tu sexo, probando los sabores y aspirando los aromas de todo tu cuerpo.
A veces, en estos lances, yo me iba desnudando y quitando la ropa excitado. Te iba rozando con mi miembro erecto pero no te penetraba, mientras tú, cegada por aquel pañuelo negro, me buscabas con tu cuerpo y tu sexo hambriento. Yo jugaba, no me dejaba llevar fácilmente; disfrutaba más de tu contemplación, viendo como me buscabas desesperada, y observando como yo era capaz de dominar mi deseo y manejar el tuyo a mi antojo. Hacía que cada instante ocupara su momento y lo alargaba, para que tu placer fuera tornándose en algo intenso y que pareciera que no iba a acabar jamás.
Buscaba diversos objetos que hallaba por la casa y con ellos te exploraba. Desde una pluma, un trozo de tela, un rodillo de masajes o el calor de aceites y ceras. Desde una espátula de cocina a alguna fruta dulce y fresca que traía de la nevera. Unas llaves, una cadena, un cuchillo... El golpe repentino de una palmada, el mordisco tierno en un pezón, el frío de un cubito de hielo en tu espalda. Aquellos objetos de cristal, consoladores vítreos que recordaban a caramelos. Las sensaciones te invadían con cada uno de esos objetos y las cosas que te hacía. Nunca sabías cuando ni por donde llegaría y tu oído estaba atento y tu piel expectante esperando mi próximo movimiento; sin saber que sería, si una caricia o el leve dolor que te conduciría al éxtasis y que te haría gemir o bramar extasiada. A veces se nos escapaban las risas con estos juegos y nos costaba parar o tomárnoslos en serio... Otras, nos dejábamos transportar y un “¡No!” o un “¡Para!” era un “¡Sigue!” o un “¡Te quiero!”. Y así jugábamos y pasaban las horas. Me encantaba ponerte en ese punto en que tú deseabas más y yo te daba lo justo, aumentando así tu deseo y desesperación, viendo como me implorabas para que te lamiera, te besara, te tocase, te penetrase o metiera alguno de aquellos largos ojetos en tu cuerpo. Haciéndome promesas de que si te satisfacía en ese momento me darías lo que te pidiera...
Y cuando estavas a punto de alcanzar tu clímax, yo desaparecía. A veces un par de minutos, alguna vez más de media hora. Te dejaba allí atada, abandonada. Puede que a veces antes de irme cogiera alguno de aquellos juguetes de látex o cristal y te dejara con ellos, llenando tu cuerpo, tus manos esposadas tras tu espalda. Cerraba las puertas y con toda la calma del mundo me iba al comedor y leía alguna cosa tranquilamente o ponía el televisor; o quizás me iba a la cocina y te preparaba alguna cosa, un zumo o algún cóctel de frutas que luego te daría con mis propias manos, cuando regresara, sin liberarte aún. Dejaba que pasase el tiempo mientras tú me esperabas expectante durante minutos, no sabiendo si cuando volviera te llegaría una caricia, una palmada en tus nalgas, o el frío o el calor de algún nuevo objeto, o la caricia de alguna nueva y suave textura encontrada por algún rincón de la casa.
Pasado un tiempo, a veces yo regresaba sin hacer ruido y allí estabas tú, en silencio, expectante aún. En la misma posición en que te había dejado, que no siempre era cómoda. Yo te contemplaba y seguía las formas de tu cuerpo con mi mirada. Tu piel blanca, casi tan clara como la leche. Tu cabello corto. Tu cintura de avispa afilada. Tus piernas dobladas mientras tu rostro se apoyaba contra la almohada. Y te observaba sigiloso y callado, en la misma posición en que te había dejado, recorriéndote lentamente con mi mirada, sin que tú supieras que eras observada. Lentamente me acercaba a ti y, estirando mi brazo, solo posaba mi dedo en medio de tu profundidad más sagrada, tocando el botón de tu placer. Un simple toque, y te veía enloquecer, gimiendo. Un orgasmo crecía intenso en menos de un segundo. Hasta ese punto te dominaba.
Cuando te quitaba la venda, después de que caías sobre el colchón casi desmayada y sin fuerza, tú me implorabas. Tu cuerpo desnudo, tú, atada. Yo vestido. Era tu dueño. Me pedías que te llenara, que te tomara y yo simplemente te observaba y te decía, cogiéndote del rostro con mi mano, que no. Que no eras tú quién pedía, que solo me obedecías y eras mi esclava. Y tú seguías, prometiendo que harías todo lo que yo quisiese. Pero yo no me movía, contemplándote desnuda, yo vestido, de pie, y tú tumbada. Y cuando por fin te sosegabas, y ya parecías más calmada, te quitaba las esposas y te liberaba, y con un susurro te decía en el oído que si querías mi cuerpo, que te diera placer, te lo ganaras.
Y siempre, a tu modo y manera te lo supistes ganar... Supistes como buscarme y entonces eras tú la que me dominabas y yo tu esclavo. De lo que hacías o de lo que acontecía después, para hacer perderme ya no cuento nada, porque eso por sí mismo ya es otra historia, cuando, olvidados los juegos, era la pasión y el amor lo que nos unía.
No sé, puede que quizás otro día vuelva a escribir sobre como eran las cosas cuando eras tú la que me dominabas, y era yo el de los ojos vendados y las manos esposadas.
Veo así que soy sadomasoquista. Sádico porque me torturo con tu recuerdo y masoquista porque aún disfruto de todos esos momentos que ya se perdieron.
Y ahora, mientras pienso, me miro sólo frente a este espejo del alma que es este monitor en el que veo lo que escribo, y pienso, no ya en ti, sino en aquella chica que espero que venga y llegue en algún momento indeterminado de mi vida borrando tu recuerdo. Cada relación un sueño distinto. Cada relación, un nuevo comienzo. Y me pregunto, con esta otra persona, que nuevos juegos descubriremos.
Molt ben escrit, ma molat.
ResponderEliminarJ.Machado